Tras la consulta de rigor le fue autorizado el paso. A los pocos minutos estaba todo dispuesto para que empezara su concierto. El público era escaso pues no era día de audiencias y a esa hora del atardecer los empleados de la secretaría técnica ya habían partido para San Vicente. Sólo unos cuantos de los miembros de la comisión temática, algunos estudiantes que se habían quedado tras la última audiencia y uno que otro habitante del caserío de Los Pozos tomaron asiento en semicírculo frente a él. Antes de comenzar a tocar el violín, el músico quiso explicar al auditorio algunos pormenores sobre su instrumento, y pidió que le preguntaran con confianza cualquier curiosidad que les despertara su arte.
Entonces se dio inicio a un cortés intercambio. Los presentes aprendimos entre varias cosas que el violín, “con derecho a equivocarme porque hay otras teorías”, había tenido su origen en Italia a mediados del siglo XVI, que el arco tenía el nombre de leño y que sus cuerdas estaban hechas de crin de caballo especialmente criado para ese fin. Que si las mirábamos al microscopio cada una de ellas tenía dientes semejantes a una cremallera, razón por la cual producían un sonido peculiar al rasgar las del violín. Y que el volumen de la música dependía de la presión con la que se aplicara el arco. Así como que el violinista al tocar, lleva la relación en su mente de las sucesiones de do, re, mi, fa, sol, la, o sí, combinadas entre sí en infinitas posibilidades. Cada explicación se acompañaba de una demostración práctica que lanzaba al aire notas tiernas y nostálgicas.
Los presentes oyeron embelesados una rica variedad de piezas. De música clásica y colombiana, de boleros, de rancheras, de pasodobles, de cumpleaños. Sus almas vibraron elevadas sobre sus cuerpos danzando embrujadas en la noche que avanzaba. El maestro representaba la sabiduría encarnada en la humildad. No tenía para ofrecerle a Colombia nada distinto que sus melodías. Y su sencilla sonrisa de regocijo. Los aplausos estallaban cada vez que terminaba una interpretación. Y los ojos de la muchacha delgada de cabello ensortijado y rubio que lo escuchaba, se cerraban como en éxtasis cada vez que iniciaba una nueva composición. Cuando terminó la presentación una emocionada ovación de admiración y afecto se apoderó del recinto.
La diestra mano del maestro fue estrechando una a una la de los conmovidos espectadores que lo felicitaban al momento de despedirse. Ninguno ponía en duda que había conocido a un mago prodigioso. Todo estaba dicho ya, la música había hablado por sí sola. Caminando hacia la puerta de salida, el maestro levantó su cabeza gris hacia el cielo sin luna tachonado de millones de estrellas y luceros, y observó con modestia que sus lucecitas se encendían y apagaban poseídas por la euforia, como si fueran los cocuyos enamorados de una gigantesca montaña que quisieran seducirlo para que se juntara con ellos. Entonces tuvo la certeza de no haber equivocado su escenario. El universo compartía con él la dicha que sentía por haber ofrendado sin ningún interés su arte para el pueblo y la guerrilla.
Gabriel Ángel
25 de julio de 2000
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